sábado, 2 de mayo de 2015

Fábula maquiavélica de la zorra y el león

Todos sabemos cuán loable es en un príncipe mantener la palabra dada y vivir con integridad y no con astucia; sin embargo, se ve por experiencia en nuestros días cómo aquellos que han tenido muy poco en cuenta la palabra dada y han sabido burlar con astucia el ingenio de los hombres, han hecho grandes cosas superando al final a aquellos que se han basado en la lealtad.

Debéis, pues, saber que hay dos modos de combatir: uno con las leyes, el otro con la fuerza; el primero es propio de los hombres, el segundo de las bestias; pero, puesto que el primero muchas veces no basta, conviene recurrir al segundo. Por lo tanto, es necesario que un príncipe sepa actuar según convenga, como bestia y como hombre. Este punto ha sido enseñado, de manera velada, a los príncipes por los escritores antiguos, que nos cuentan cómo Aquiles y otros muchos príncipes antiguos fueron llevados al centauro Quirón, para que bajo su disciplina les educara. El hecho de tener por preceptor a un ser que es medio bestia y medio hombre, no quiere decir otra cosa que el príncipe necesita saber ser una y otra  cosa; y que sin ambas naturalezas no es perdurable.

Estando, pues, el príncipe obligado a saber comportarse a veces como una bestia, de entre ellas ha de elegir a la zorra y al león; porque el león no sabe defenderse de las trampas ni la zorra de los lobos. Los que sólo imitan al león no saben lo que llevan entre manos Por consiguiente, un señor prudente no puede, ni debe, mantener la palabra dada cuando tal cumplimiento se vuelva en contra suya y hayan desaparecido los motivos que le obligaron a darla. Y si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no lo sería, pero como son malos y no observan lo que te prometen, tú tampoco tienes por qué observarlo. Además, jamás le han faltado a un príncipe motivos legítimos con los que disimular su inobservancia. Sobre esto se podrían aducir infinidad de ejemplos modernos y mostrar cuántas paces, cuántas promesas se han revelado vanas y sin efecto por la infidelidad de los príncipes; y el que mejor ha sabido imitar a la zorra ha salido mejor librado. Pero hay que saber disfrazar bien tal naturaleza y ser un gran simulador y disimulador, y los hombres son tan simples, y tan obedientes a las necesidades del presente, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar. 

Nicolás Maquiavelo, El príncipe
(
Traducción de Helena Puigdoménech)

domingo, 26 de abril de 2015

Simenon se explica ante Maigret o “la famosa parrafada acerca de que las verdades artificiales son más auténticas que las verdades puras y duras”

Enseguida verán lo que algunos entienden por verdad.

Era al comienzo, en la época de aquel baile antropométrico organizado, junto con algunos otros actos más o menos espectaculares y de buen gusto, para promocionar lo que ya empezaban a llamar los “primeros Maigrets”, dos volúmenes titulados El ahorcado de la iglesia y El difunto filántropo.

Confieso que, esa vez, los leí en cuanto se publicaron. Y recuerdo que, a la mañana siguiente, Simenon entró en mi despacho, satisfecho de sí mismo, si cabe con mayor seguridad que antes, pero con una pizca de ansiedad en la mirada.

–¡Ya sé lo que va a decirme! –exclamó antes de que yo le saludara. Y prosiguió, mientras caminaba de un lado a otro de la habitación–:  No niego que estos libros estén llenos de inexactitudes técnicas. De nada serviría que se las enumerara. Pero sepa que lo he hecho a propósito, y voy a explicarle el motivo.

No reproduciré todo su discurso, pero recuerdo las frases esenciales, frases que después me he repetido con frecuencia, y con una satisfacción que roza el sadismo:

–La verdad nunca parece verdadera. Y eso ocurre no sólo en la literatura o en la pintura. No le citaré tampoco el caso de las columnas dóricas, cuyas líneas nos parecen rigurosamente perpendiculares, pero que producen esta impresión porque están un poco curvadas. Si fueran rectas, nuestros ojos las verían curvadas, ¿me entiende? –por entonces aún le gustaba hacer gala de erudición–. Cuéntele usted cualquier historia a alguien. Si no la retoca, le parecerá artificial y poco creíble. Retóquela, y será más auténtica que la realidad –voceaba estas últimas palabras como si se tratara de un descubrimiento sensacional–. Todo consiste en ser más verdadero que la realidad. ¡Pues bien!, yo le he hecho a usted más verdadero que la realidad!

Georges Simenon, Las memorias de Maigret
(
Traducción de Joaquín Jordá)

viernes, 24 de abril de 2015

El comisario Maigret ajusta las cuentas a Georges Simenon, su autor

Leí hace tiempo que Anatole France, que debía de ser como mínimo un hombre inteligente y que utilizaba de buena gana la ironía, después de posar para que le retratara el pintor Van Dongen, no sólo se negó a que éste le entregara el cuadro una vez terminado, sino que prohibió que se expusiera públicamente. Por esa época, una famosa actriz puso una demanda, que causó revuelo, a un caricaturista que la había dibujado con unos rasgos que ella consideraba insultantes y perniciosos para su carrera.

Yo no soy un académico ni una estrella de teatro. Tampoco creo ser una persona demasiado susceptible. Jamás, en todos mis años de profesión, se me ha ocurrido enviar una sola rectificación a los periódicos, los cuales, sin embargo, han criticado a placer mi vida y mis métodos.

No todo el mundo puede encargar su retrato a un pintor, pero cada uno de nosotros, en la actualidad, ha tenido alguna experiencia con la fotografía. Y supongo que todos hemos sentido alguna vez ese malestar que nos invade al ver una imagen de nosotros mismos que no es del todo exacta.

¿Se entiende bien lo que quiero decir? Me avergüenza un poco insistir. Sé que estoy tocando un punto esencial, una fibra especialmente sensible, y, cosa que me sucede raras veces, de repente tengo miedo de hacer el ridículo.

Creo que me importaría un comino que me pintaran con unos rasgos completamente diferentes de los míos, e incluso, si se quiere, que rocen la calumnia.

Pero vuelvo a la comparación con la fotografía. El objetivo de la cámara no permite una inexactitud absoluta. La imagen es diferente y, al mismo tiempo, no lo es. A menudo, cuando nos muestran una fotografía en la que aparecemos nosotros mismos, somos incapaces de señalar el detalle concreto que nos choca, incapaces de decir lo que “no” somos, lo que no reconocemos como propio.

Pues bien, eso es lo que me ha ocurrido a mí durante años con el Maigret de Simenon –ese Maigret al que yo vi crecer día a día–, hasta el punto de que, al final, la gente me preguntaba de buena fe si yo había copiado sus manías, o si mi apellido era de verdad el de mi padre o si lo había copiado del novelista.

Georges Simenon, Las memorias de Maigret
(
Traducción de Joaquín Jordá)

miércoles, 25 de marzo de 2015

Austerlitz y las orillas del tiempo

Austerlitz, como era su costumbre siempre, hizo algunas fotos, algunas de las rosas de estuco blancas como la nieve del friso de flores que recorría el techo, y otras, a través de los vidrios emplomados, del panorama de la ciudad que, más allá de los terrenos del parque, se extendía hacia el norte y el noroeste, y comenzó, mientras todavía manejaba la cámara, una larga disquisición sobre el tiempo, de la que recuerdo claramente muchas cosas. El tiempo, eso dijo Austerlitz en el observatorio de Greenwich, era con gran diferencia la más artificial de todas nuestras invenciones y, al estar vinculada a planetas que giraban sobre su eje, no menos arbitraria de lo que sería, por ejemplo, un cálculo que partiera del crecimiento de los árboles o de lo que tarda en desintegrarse una piedra caliza, prescindiendo de que el día solar por el que nos regimos no es una medida exacta, por lo que, para calcular el tiempo, tuvimos que idear un sol semiimaginario, cuya velocidad de movimiento no varía y que en su órbita no se inclina hacia el Ecuador. Si Newton pensaba, dijo Austerlitz señalando por la ventana hacia abajo, a la curva de agua, deslumbrante al último reflejo del día, que rodea la llamada isla de los Perros, si Newton creía realmente que el tiempo era un río como el Támesis, ¿dónde estaba el nacimiento y en qué mar desembocaba finalmente? Todo río, como sabemos, está necesariamente limitado a ambos lados. Visto así, ¿cuáles serían las orillas del tiempo? ¿Cómo serían sus cualidades específicas, parecidas por ejemplo a las del agua, que es fluida, bastante pesada y transparente? ¿De qué forma se diferenciaban las cosas sumergidas en el tiempo de las que el tiempo no rozaba? ¿Por qué se indicaban en un mismo círculo las horas de luz y de oscuridad? ¿Por qué estaba el tiempo eternamente inmóvil en un lugar y se disipaba y precipitaba en otro? ¿No se podría decir, dijo Austerlitz, que el tiempo, a través de los siglos y milenios, no ha estado sincronizado consigo mismo? Al fin y al cabo, no hace tanto tiempo que comenzó a extenderse por todas partes. ¿Y no se rige hasta hoy la vida humana en muchos lugares de la Tierra no tanto por el tiempo como por las condiciones atmosféricas, y de esa forma, por una magnitud no cuantificable, que no conoce la regularidad lineal, no progresa constantemente sino que se mueve en remolino, está determinada por estancamientos e irrupciones, vuelve continuamente en distintas formas y se desarrolla en no se sabe qué dirección? Estar fuera del tiempo, dijo Austerlitz, que para las zonas atrasadas y olvidadas de nuestro propio país era posible hasta hace poco, casi lo mismo que en los continentes por descubrir de ultramar, sigue siendo hoy posible como antes, incluso en una metrópolis regida por el tiempo como es Londres. Efectivamente, los muertos estaban fuera del tiempo, los moribundos y los muchos enfermos que están en su casa o en los hospitales, y no sólo ellos, bastaba cierto grado de infortunio personal para cortarnos de todo pasado y futuro. Realmente, dijo Austerlitz, nunca he tenido reloj, ni un péndulo, ni un despertador, ni un reloj de bolsillo, ni, mucho menos, un reloj de pulsera. Un reloj me ha parecido siempre algo ridículo, algo esencialmente falaz, quizá porque, por un impulso interior que nunca he comprendido, me he opuesto siempre al poder del tiempo, excluyéndome de la llamada actualidad, con la esperanza, como hoy pienso, dijo Austerlitz, de que el tiempo no pasara, no haya pasado, de forma que podría correr tras él, de que todo fuera como antes o, mejor dicho, de que todos los momentos de tiempo coexistieran simultáneamente, o más bien de que nada de lo que la historia cuenta fuera cierto, lo sucedido no hubiera sucedido aún, sino que sucederá sólo en el momento en que pensemos en ello, lo que, naturalmente, abre por otra parte la desoladora perspectiva de una miseria continua y un dolor que nunca cese…

W. G. SEBALD, Austerlitz
Traducción de Miguel Sáenz
Barcelona: Anagrama, 2002

miércoles, 4 de marzo de 2015

“Vida y destino”: así comienza el capítulo…

66

Maria Ivánovna sirvió el té. Ahora hablaban de literatura.

—Dostoyevski ha caído en el olvido —observó Madiárov—. Las editoriales no lo reeditan y las bibliotecas no lo dejan en préstamo así como así.

—Porque es un reaccionario —sentenció Shtrum.

—Es cierto. No debería haber escrito Los demonios —aprobó Sokolov.

—¿Está seguro, Piotr Lavréntievich, de que no debería haber escrito Los demonios? —preguntó Shtrum—. Más bien es Diario de un escritor lo que no debería haber escrito.

—No se puede podar a los genios —dijo Madiárov—. Dostoyevski sencillamente no encaja con nuestra ideología. No es como Mayakovski, al que Stalin definió como el mejor y más dotado de nuestros poetas… Mayakovski es el Estado personificado, hecho emoción, mientras que Dostoyevski, incluso en su culto al Estado, es la misma humanidad.

—Si así lo cree —intervino Sokolov—, nada de la literatura del siglo XIX tiene cabida en nuestra ideología.

—¡Ni mucho menos! —discrepó Madiárov—. ¿Qué hay de Tolstói? Él poetizó la idea de la guerra del pueblo, y el Estado ahora se ha puesto al frente de la justa guerra del pueblo. Como ha dicho Ajmet Usmánovich, cuando las ideas coinciden con los intereses del Estado aparece la alfombra voladora: se habla de Tolstói por la radio, en las veladas de lectura, sus obras se editan; incluso nuestros jefes lo citan.

—Con Chéjov no ha habido ningún obstáculo. Fue reconocido tanto en su época como en la nuestra.

—¡Qué despropósito! —exclamó Madiárov golpeando las palmas de las manos contra la mesa—. Chéjov ha sido admitido por un malentendido...

VASILI GROSSMAN, Vida y destino
Traducción de Marta-Ingrid Rebón Rodríguez

domingo, 15 de febrero de 2015

Voy a hablar de la esperanza

Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente.

Me duelo ahora sin explicaciones. Mi dolor es tan hondo, que no tuvo ya causa ni carece de causa. ¿Qué sería su causa? ¿Dónde está aquello tan importante, que dejase de ser su causa? Nada es su causa; nada ha podido dejar de ser su causa. ¿A qué ha nacido este dolor, por sí mismo? Mi dolor es del viento del norte y del viento del sur, como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen del viento. Si hubiera muerto mi novia, mi dolor sería igual. [Si me hubieran cortado el cuello de raíz, mi dolor sería igual.]* Si la vida fuese, en fin, de otro modo, mi dolor sería igual. Hoy sufro desde más arriba. Hoy sufro solamente.

Miro el dolor del hambriento y veo que su hambre anda tan lejos de mi sufrimiento, que de quedarme ayuno hasta morir, saldría siempre de mi tumba una brizna de yerba al menos. Lo mismo el enamorado. ¡Qué sangre la suya más engendrada, para la mía sin fuente ni consumo!

Yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran, inevitablemente, padres o hijos. Pero he aquí que mi dolor de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en una estancia oscura, no daría luz y si lo pusiesen en una estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro suceda lo que suceda. Hoy sufro solamente.

CÉSAR VALLEJO, Poemas en prosa

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* En algunas ediciones (Julio Vélez, Georgette Vallejo…) no figura esta frase; en otras (Américo Ferrari, Víctor de Lama, Roberto Paoli…), sí.

sábado, 24 de enero de 2015

A punto de caer

Nada es tan necesario al hombre como un trozo de [mar
y un margen de esperanza más allá de la muerte,
es todo lo que necesito, y acaso un par de alas
abiertas en el capítulo primero de la carne.

No sé cómo decirlo, con qué cara
cambiarme por un ángel de los de antes de la [tierra,
se me han roto los brazos de tanto darles cuerda,
decidme qué haré ahora, decidme qué hora es y si [aún hay tiempo,
es preciso que suba a cambiarme, que me [arrepienta sin perder una lágrima,
una sólo, una lágrima huérfana,
por favor, decidme qué hora es la de las lágrimas,
sobre todo la de las lágrimas sin más ni más que [llanto
y llanto todavía y para siempre.

Nada es tan necesario al hombre como un par de [lágrimas
a punto de caer en la desesperación.

BLAS DE OTERO, Redoble de conciencia (1951)
[En Verso y prosa. Edición del autor. Madrid: Ediciones Cátedra, 1976]