miércoles, 27 de mayo de 2015

Alcaldes de antaño...

En Villar del Duque, el alcalde, un usurero ricachón con mucha gramática parda, salvó la vida declarándose conforme con el reparto de bienes. Caído en poder de los revoltosos, cuando a lomos de un asno se fugaba con disfraz de melero, fue arrastrado hasta la Casa Consistorial: entre pitos y befas, a empellones, siempre en un cerco de roncos y estentóreos amotinados, salió al balcón:
—¡Ea, caballeros, haremos el reparto, y no se hable más cosa ninguna! A lo que sea de razón no ha de negarse vuestro alcalde.
Se arrancó un curda:
—¡Eso es canela!
El alcalde le descubrió entre los amotinados bajo el laurel de una taberna: era un viejo cañí, esquilador de oficio, con ribetes de cuatrero. Le cayó encima el alguacil, que aún llevaba en el quepis las telarañas del desván donde se había ocultado:
—¡Cállate la boca y no metas el corvejón! Esto es muy serio.
El alcalde se enjugaba el sudor:
—¿Un botijo, no tenéis a mano?
Salió una voz del grupo que lo cercaba:
—¡Un botijo para el señor alcalde!
Otra voz oficiosa:
—¡Mejor una limoná si está acalorado!
Un malasangre:
—¡Que reviente!
Sorna del señor alcalde:
—¿Y quién os hace la partijuela? Yo no os la hago sin refrescarme el gaznate.
Por encima de las cabezas, de mano en mano, volaba una pintada botija de Andújar. El alcalde, luego de beber largo y despacio, la posó a su lado, en el arrimo del balconaje:
—¡Vamos allá! Para mis luces, antes de adelantar paso ninguno, todos los presentes os habéis de disponer en tres bandos: los que tengan más de una yunta: los que no pasen de la pareja, y los pelanas.
Un tío lagartón:
—Baje su merced a ponerse en el bando que le corresponde.
Un disidente:
—Lo primero es el reparto de tierras.
Otro:
—Y de yuntas.
Un pelanas:
—Conmigo no reza.
El alcalde:
—Donde que no haya avenencia, nombráis una comisión de vuestro seno para que se entienda con mi autoridad.
Un terne:
—No hay autoridad.
Otras voces:
—¡Abajo los Consumos!
Un violento:
—¡Haremos una degollina!
El alcalde:
—¡El que tenga dos parejas dará una!
Cada bando encrespaba su protesta:
—¡Eso no es razón!
—¡Queremos el reparto de tierras!
—¡La rebaja de caudales!
—¡Abajo los Consumos!
—¡Abajoo!...
—¡Abajo las quintas!
—¡Abajoo!...
Cuando mayor era el tumulto oyose el toque de militares cornetas que sonaban fuera de la villa, y del balcón municipal se fugaron los amotinados que rodeaban al señor alcalde. Por la lontananza amarilla de rastrojo, moviéndose en hileras, fulgían de roses y fusiles. Los pantalones colorados escalaban los cerros: latían los gozques de corral sobre las bardas: eran un clamoroso guirigay todos los gallineros.

RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN, La corte de los milagros

miércoles, 20 de mayo de 2015

La filosofía, vagamente zen, del señor Pinyol

El señor Pinyol era un hombre extraordinario precisamente porque era un hombre tan normal, tan claro y unívoco. A mí no me han gustado nunca los tipos extraños, extravagantes, bohemios, genialoides o misteriosos. Para misterios ya hay bastante con los que se presentan en cada momento. Son tipos que me cansan.

El señor Pinyol no tenía nada de particular. Era como somos todos: un poco desdibujado, un poco pintoresco, ligeramente inconsciente, pasablemente juicioso, un poco prudente, desmemoriado, confuso y aritmético. Era vagamente teatral e histriónico pero, a la hora de la verdad, era modesto y tenía una manera plástica y visible para demostrar que era una buena persona –una persona de juicio. Llevaba bastón y, cuando hablaba poniendo interés, sacaba el pecho hacia fuera, sobre todo cuando utilizaba el rulo de su dialéctica, que era sentenciosa y mareante, ya que consistía en manifestar principios que el hábito ha hecho indiscutibles, como por ejemplo: “El saber no ocupa lugar”, falsedad notoria; “Vale más pájaro en mano que ciento volando”, simplería indiscutible; “Después de una subida viene una bajada”, cosa incierta, etcétera. Y muchas otras cosas del mismo aspecto. Cuando pronunciaba estas frases, el pecho le tomaba un cierto relieve, y levantaba el bastón al aire, como si en aquel momento tomase posesión de alguna tierra exótica y remota. El señor Pinyol me dijo un día:

—A la hora de dormir, duermo; de comer, como; de trabajar, trabajo; de pasear, paseo; de meter, meto –con tiento, dada mi edad, se entiende. Cuando hago una cosa no pienso en nada más. He llegado, a los años que tengo, conservando todos los dientes y sin que las obsesiones que pueda tener a cada momento puedan intervenir en los otros momentos.

—Pero, señor Pinyol, usted es un hombre admirable, de una construcción perfecta –le dije para seguir la conversación.

—Sí, señor. Y aún le diré más. Tengo la impresión de tener el espíritu formado por cajoncitos: el cajoncito de la conducta, el del trabajito, el de las distracciones, el de los vicios –pequeños, naturalmente. Si las cosas que van apareciendo –y aparecen tantas que no sé cómo acabará este desbarajuste– caben en mis cajoncitos, las considero in-dis-cu-ti-bles. ¿Me comprende? Si no caben, si no se adaptan de una manera holgada y adecuada, mi conciencia las rechaza sin la más pequeña duda, de plano. Yo estoy hecho así, qué le vamos a hacer…

—En el país hay muchas personas como usted. Usted parece una piña de nombres y de hechos.

El señor Pinyol tenía una gracia especial para ver las cosas de una manera simple y esquemática y para producir la impresión de que su manera era espontánea y salida de dentro. Su conversación era un humo delgado como piel de cebolla –pero un humo que, al cabo de un rato, no os dejaba respirar y os asfixiaba literalmente. Por un lado me gustaba por su misma exacerbada normalidad, tan típica del país; de otro lado me producía una repulsión indigerible.

El señor Pinyol utilizaba a menudo la frase: “No vale la pena” como juicio de valor de las cosas. Vale la pena, no vale la pena… Un día me dijo:

—¿La religión? Ya está bien como está. No vale la pena preocuparse. Es una cosa, ¿comprende?, puramente administrativa…, hablando, se entiende, en general. Es como las contribuciones, la guardia civil, las clases activas o pasivas. Personalmente, que piense todo el mundo como quiera, si es que tiene tiempo de pensar. En general, no vale la pena preocuparse… Ya está bien.

JOSEP PLA, El cuaderno gris. Un dietario
Traducción de Gloria de Ros y Dionisio Ridruejo

martes, 12 de mayo de 2015

Socialistas y anarquistas finiseculares

Resultado de imagen de aurora roja barojaPara los socialistas, la importancia que el anarquismo activo tenía en España era consecuencia de la torpeza del Gobierno. En ningún lado, según ellos, eran tan ineptos los hombres de la anarquía militante como en España; ni un escritor, ni un orador, ni un hombre de acción; sólo la torpeza del Estado podía dar relieve a hombres de una insignificancia absoluta. Con un Gobierno libre como el de Inglaterra, aseguraban ellos, al año ya no se sabía si había anarquistas en España.

Según los amigos de Morales, la crisis, aunque existía también en el socialismo activo, no era tan honda. Los oradores y los escritores del partido socialista no tenían el atrevimiento de ser pastores de conciencias; se contentaban con recomendar la asociación y con poner los medios para mejorar la vida de las clases obreras. Aun la misma cuestión de la doctrina se subordinaba a la asociación para la lucha.

—Nosotros –terminaba diciendo Morales–, tendemos a la organización, a la disciplina social, que en todas partes es necesaria, y en España, más.

Esto de la disciplina hacía torcer el gesto a Manuel; le parecía mejor aquella frase dantoniana: «¡Audacia! ¡Audacia! ¡Audacia!»; pero no decía nada, porque era burgués.

Como es natural y frecuente entre sectarios de ideas afines, socialistas y anarquistas se odiaban, y, como en el fondo y a pesar de los nombres pomposos, la evolución de las ideas en los dos partidos era bastante superficial, unos y otros se insultaban en las personas de sus respectivos jefes, que eran unos buenos señores que, convencidos de que el divino papel que representaban era demasiado grande para sus fuerzas, hacían lo posible para sostenerse en el pedestal en que estaban subidos.

Para los socialistas, los otros eran unos imbéciles, locos que había que curar, o pobres ingenuos, capitaneados por caballeros de industrias, que se pasaban de cuando en cuando por el Ministerio de la Gobernación.

En cambio, para los anarquistas, los socialeros eran los que se vendían a los monárquicos, los que se pasaban de cuando en cuando por el Ministerio a cobrar el precio de su traición.

Los dirigidos, en general, en uno y otro bando, valían mucho más que los directores; eran más ingenuos, más crédulos, pero valían más como carácter y como arranque los anarquistas que los socialistas.

Al bando anarquista iban sólo los convencidos y exaltados, y al ingresar en él sabían que lo único que les esperaba era ser perseguidos por la justicia; en cambio, en las agrupaciones socialistas, si entraban algunos por convencimiento, la mayoría ingresaba por interés. Estos obreros, socialistas de ocasión, no tomaban de las doctrinas más que aquello que les sirviera de arma para alcanzar ventajas: el societarismo, en forma de sociedades de socorros o de resistencia. Este societarismo les hacía autoritarios, despóticos, de un egoísmo repugnante. A consecuencia de él, los oficios comenzaban a cerrarse y a tener escalafones; no se podía entrar a trabajar en ninguna fábrica sin pertenecer a una sociedad, y para ingresar en ésta había que someterse a su reglamento y pagar además una gabela.

Tales procederes constituían para los anarquistas la expresión más repugnante del autoritarismo.

Casi todos los anarquistas eran escritores y llevaban camino de metafísicos; en cambio, entre los socialistas, abundaban los oradores. A los anarquistas les entusiasmaba la cuestión ética, las discusiones acerca de la moral y del amor libre; en cambio, a los socialistas les encantaba perorar en el local de la Sociedad, constituir pequeños congresos, intrigar y votar. Eran, sin duda, más prácticos. Los anarquistas, en general, tenían más generosidad y más orgullo; y se creían todos apóstoles, hombres superiores. Se figuraban muchas veces que con cambiar el nombre de las cosas cambiaba también su esencia. Para la mayoría era evidente que desde el momento en que uno se declaraba anarquista, ya discurría mejor, y que en el acto de ponerse esta etiqueta cogía uno sus defectos, sus malas pasiones, sus vilezas todas y las arrojaba fuera como quien echa la ropa sucia a la colada.

De buenas intenciones y de buenos instintos, excepto los impulsivos y los degenerados, hubiesen podido ser, con otra cultura, personas útiles; pero tenían todos ellos un vicio que les imposibilitaba para vivir tranquilamente en su medio social: la vanidad. Era la vanidad vidriosa del jacobino, más fuerte cuanto más disfrazada, que no acepta la menor duda, que quiere medirlo todo con compás, que cree que su lógica es la única lógica posible.

En general, todos ellos, por el sobrecargo que representaba la lectura y las discusiones después de un trabajo fuerte y fatigador, por el abuso que hacían del café, estaban en excitación constante, que aumentaba o remitía como la fiebre. Unos días se notaba en ellos la fatiga y la desilusión; otros, en cambio, el entusiasmo se comunicaba y había una verdadera borrachera de hablar y de pensar.

Los dos partidos obreros, con sus hombres, representaban en la clase proletaria los partidos burgueses: el socialismo, el conservador oportunista, prudente; el anarquismo, el paralelo al republicano, con las tendencias levantiscas de los partidos radicales.

La diferencia entre estos partidos y las agrupaciones de la burguesía, estaba, más que en las ideas, en los hombres. Ambos partidos obreros tenían la seguridad de no llegar nunca al poder; en sus filas se alistaban hombres exaltados o creyentes, a lo más, algunos interesados; pero no ambiciosillos de dinero o de gloria como en las oligarquías burguesas. Les daba sobre éstas una gran superioridad a los dos partidos obreros su internacionalismo, que hacía que buscasen sus hombres tipos, sus modelos, más bien fuera que dentro de España. La táctica de la adulación, del servilismo, empleada para escalar puestos en las oligarquías burguesas, liberales, conservadoras o republicanas, no servía para nada entre socialistas y anarquistas.

Pío Baroja, Aurora roja

domingo, 10 de mayo de 2015

La botija del señor Faustino

portada Cimarron (historia de un esclavo)Hay gente que dice que cuando un negro moría se iba para África. Eso es mentira. ¡Cómo va a irse un muerto para África! Los que se iban eran los vivos, que volaban muchísimo. Una raza brava que los españoles no quisieron traer más, porque no era negocio. Pero los muertos, ¡qué va! Los chinos sí, ellos morían aquí, por lo menos eso contaban, y resucitaban en Cantón.

Lo que les pasaba a los negros, que es lo mismo ayer que hoy, es que el espíritu se iba del cuerpo y se ponía a vagar por el mar o por el espacio. Igual que cuando una babosa suelta el caracol. Ese caracol encarna en otro y otro y otro. Por eso hay tantos. Los muertos no salen, así como muertos. Salen como figuras de espíritu.

En Ariosa salía uno que se llamaba Fulanito Congo, digo, Faustino. Tomaba aguardiente como un animal. Salía porque tenía dinero enterrado en botijas. Antes se enterraba el dinero en esa forma; los bancos no existían. Dos españoles que estaban zanjeando un día, encontraron la botija y se hicieron ricos. Después Faustino no salió más. Más bien lo que él hacía con salir era cuidar su botija. Parece que esos españoles eran amigos de él. Y él les quiso dar ese beneficio. Muchas monedas se quedaron regadas y la gente se tiró a recogerlas. Los españoles huyeron. Si no, hubieran tenido que darle el cincuenta por ciento al gobierno. Como Faustino no volvió a salir, la gente se olvidó de él, pero yo me acuerdo bien cómo era. Lo que no hago es ponerme a pensar mucho en eso, porque agota.

El pensamiento agota. Hoy mismo hay gente que no cree en salidera de muertos, ni nada de eso. Y es que no han visto nada. Los jóvenes que no creen es porque no han visto nada. Sin embargo, se agotan igual; piensan en otras cosas del tiempo moderno, de los pueblos del mundo, de las guerras y de todo lo demás. Gastan el tiempo en eso y no se recrean. Otros se ponen a nadar en vicios y en trucos. Entre los vicios y la manera de ponerse a pensar se acaba la vida. Aunque uno se lo diga no hacen caso. Y no creen. Ni oyen.

Miguel Barnet, Cimarrón. Historia de un esclavo

sábado, 2 de mayo de 2015

Fábula maquiavélica de la zorra y el león

Todos sabemos cuán loable es en un príncipe mantener la palabra dada y vivir con integridad y no con astucia; sin embargo, se ve por experiencia en nuestros días cómo aquellos que han tenido muy poco en cuenta la palabra dada y han sabido burlar con astucia el ingenio de los hombres, han hecho grandes cosas superando al final a aquellos que se han basado en la lealtad.

Debéis, pues, saber que hay dos modos de combatir: uno con las leyes, el otro con la fuerza; el primero es propio de los hombres, el segundo de las bestias; pero, puesto que el primero muchas veces no basta, conviene recurrir al segundo. Por lo tanto, es necesario que un príncipe sepa actuar según convenga, como bestia y como hombre. Este punto ha sido enseñado, de manera velada, a los príncipes por los escritores antiguos, que nos cuentan cómo Aquiles y otros muchos príncipes antiguos fueron llevados al centauro Quirón, para que bajo su disciplina les educara. El hecho de tener por preceptor a un ser que es medio bestia y medio hombre, no quiere decir otra cosa que el príncipe necesita saber ser una y otra  cosa; y que sin ambas naturalezas no es perdurable.

Estando, pues, el príncipe obligado a saber comportarse a veces como una bestia, de entre ellas ha de elegir a la zorra y al león; porque el león no sabe defenderse de las trampas ni la zorra de los lobos. Los que sólo imitan al león no saben lo que llevan entre manos Por consiguiente, un señor prudente no puede, ni debe, mantener la palabra dada cuando tal cumplimiento se vuelva en contra suya y hayan desaparecido los motivos que le obligaron a darla. Y si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no lo sería, pero como son malos y no observan lo que te prometen, tú tampoco tienes por qué observarlo. Además, jamás le han faltado a un príncipe motivos legítimos con los que disimular su inobservancia. Sobre esto se podrían aducir infinidad de ejemplos modernos y mostrar cuántas paces, cuántas promesas se han revelado vanas y sin efecto por la infidelidad de los príncipes; y el que mejor ha sabido imitar a la zorra ha salido mejor librado. Pero hay que saber disfrazar bien tal naturaleza y ser un gran simulador y disimulador, y los hombres son tan simples, y tan obedientes a las necesidades del presente, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar. 

Nicolás Maquiavelo, El príncipe
(
Traducción de Helena Puigdoménech)

domingo, 26 de abril de 2015

Simenon se explica ante Maigret o “la famosa parrafada acerca de que las verdades artificiales son más auténticas que las verdades puras y duras”

Enseguida verán lo que algunos entienden por verdad.

Era al comienzo, en la época de aquel baile antropométrico organizado, junto con algunos otros actos más o menos espectaculares y de buen gusto, para promocionar lo que ya empezaban a llamar los “primeros Maigrets”, dos volúmenes titulados El ahorcado de la iglesia y El difunto filántropo.

Confieso que, esa vez, los leí en cuanto se publicaron. Y recuerdo que, a la mañana siguiente, Simenon entró en mi despacho, satisfecho de sí mismo, si cabe con mayor seguridad que antes, pero con una pizca de ansiedad en la mirada.

–¡Ya sé lo que va a decirme! –exclamó antes de que yo le saludara. Y prosiguió, mientras caminaba de un lado a otro de la habitación–:  No niego que estos libros estén llenos de inexactitudes técnicas. De nada serviría que se las enumerara. Pero sepa que lo he hecho a propósito, y voy a explicarle el motivo.

No reproduciré todo su discurso, pero recuerdo las frases esenciales, frases que después me he repetido con frecuencia, y con una satisfacción que roza el sadismo:

–La verdad nunca parece verdadera. Y eso ocurre no sólo en la literatura o en la pintura. No le citaré tampoco el caso de las columnas dóricas, cuyas líneas nos parecen rigurosamente perpendiculares, pero que producen esta impresión porque están un poco curvadas. Si fueran rectas, nuestros ojos las verían curvadas, ¿me entiende? –por entonces aún le gustaba hacer gala de erudición–. Cuéntele usted cualquier historia a alguien. Si no la retoca, le parecerá artificial y poco creíble. Retóquela, y será más auténtica que la realidad –voceaba estas últimas palabras como si se tratara de un descubrimiento sensacional–. Todo consiste en ser más verdadero que la realidad. ¡Pues bien!, yo le he hecho a usted más verdadero que la realidad!

Georges Simenon, Las memorias de Maigret
(
Traducción de Joaquín Jordá)

viernes, 24 de abril de 2015

El comisario Maigret ajusta las cuentas a Georges Simenon, su autor

Leí hace tiempo que Anatole France, que debía de ser como mínimo un hombre inteligente y que utilizaba de buena gana la ironía, después de posar para que le retratara el pintor Van Dongen, no sólo se negó a que éste le entregara el cuadro una vez terminado, sino que prohibió que se expusiera públicamente. Por esa época, una famosa actriz puso una demanda, que causó revuelo, a un caricaturista que la había dibujado con unos rasgos que ella consideraba insultantes y perniciosos para su carrera.

Yo no soy un académico ni una estrella de teatro. Tampoco creo ser una persona demasiado susceptible. Jamás, en todos mis años de profesión, se me ha ocurrido enviar una sola rectificación a los periódicos, los cuales, sin embargo, han criticado a placer mi vida y mis métodos.

No todo el mundo puede encargar su retrato a un pintor, pero cada uno de nosotros, en la actualidad, ha tenido alguna experiencia con la fotografía. Y supongo que todos hemos sentido alguna vez ese malestar que nos invade al ver una imagen de nosotros mismos que no es del todo exacta.

¿Se entiende bien lo que quiero decir? Me avergüenza un poco insistir. Sé que estoy tocando un punto esencial, una fibra especialmente sensible, y, cosa que me sucede raras veces, de repente tengo miedo de hacer el ridículo.

Creo que me importaría un comino que me pintaran con unos rasgos completamente diferentes de los míos, e incluso, si se quiere, que rocen la calumnia.

Pero vuelvo a la comparación con la fotografía. El objetivo de la cámara no permite una inexactitud absoluta. La imagen es diferente y, al mismo tiempo, no lo es. A menudo, cuando nos muestran una fotografía en la que aparecemos nosotros mismos, somos incapaces de señalar el detalle concreto que nos choca, incapaces de decir lo que “no” somos, lo que no reconocemos como propio.

Pues bien, eso es lo que me ha ocurrido a mí durante años con el Maigret de Simenon –ese Maigret al que yo vi crecer día a día–, hasta el punto de que, al final, la gente me preguntaba de buena fe si yo había copiado sus manías, o si mi apellido era de verdad el de mi padre o si lo había copiado del novelista.

Georges Simenon, Las memorias de Maigret
(
Traducción de Joaquín Jordá)