martes, 12 de mayo de 2015

Socialistas y anarquistas finiseculares

Resultado de imagen de aurora roja barojaPara los socialistas, la importancia que el anarquismo activo tenía en España era consecuencia de la torpeza del Gobierno. En ningún lado, según ellos, eran tan ineptos los hombres de la anarquía militante como en España; ni un escritor, ni un orador, ni un hombre de acción; sólo la torpeza del Estado podía dar relieve a hombres de una insignificancia absoluta. Con un Gobierno libre como el de Inglaterra, aseguraban ellos, al año ya no se sabía si había anarquistas en España.

Según los amigos de Morales, la crisis, aunque existía también en el socialismo activo, no era tan honda. Los oradores y los escritores del partido socialista no tenían el atrevimiento de ser pastores de conciencias; se contentaban con recomendar la asociación y con poner los medios para mejorar la vida de las clases obreras. Aun la misma cuestión de la doctrina se subordinaba a la asociación para la lucha.

—Nosotros –terminaba diciendo Morales–, tendemos a la organización, a la disciplina social, que en todas partes es necesaria, y en España, más.

Esto de la disciplina hacía torcer el gesto a Manuel; le parecía mejor aquella frase dantoniana: «¡Audacia! ¡Audacia! ¡Audacia!»; pero no decía nada, porque era burgués.

Como es natural y frecuente entre sectarios de ideas afines, socialistas y anarquistas se odiaban, y, como en el fondo y a pesar de los nombres pomposos, la evolución de las ideas en los dos partidos era bastante superficial, unos y otros se insultaban en las personas de sus respectivos jefes, que eran unos buenos señores que, convencidos de que el divino papel que representaban era demasiado grande para sus fuerzas, hacían lo posible para sostenerse en el pedestal en que estaban subidos.

Para los socialistas, los otros eran unos imbéciles, locos que había que curar, o pobres ingenuos, capitaneados por caballeros de industrias, que se pasaban de cuando en cuando por el Ministerio de la Gobernación.

En cambio, para los anarquistas, los socialeros eran los que se vendían a los monárquicos, los que se pasaban de cuando en cuando por el Ministerio a cobrar el precio de su traición.

Los dirigidos, en general, en uno y otro bando, valían mucho más que los directores; eran más ingenuos, más crédulos, pero valían más como carácter y como arranque los anarquistas que los socialistas.

Al bando anarquista iban sólo los convencidos y exaltados, y al ingresar en él sabían que lo único que les esperaba era ser perseguidos por la justicia; en cambio, en las agrupaciones socialistas, si entraban algunos por convencimiento, la mayoría ingresaba por interés. Estos obreros, socialistas de ocasión, no tomaban de las doctrinas más que aquello que les sirviera de arma para alcanzar ventajas: el societarismo, en forma de sociedades de socorros o de resistencia. Este societarismo les hacía autoritarios, despóticos, de un egoísmo repugnante. A consecuencia de él, los oficios comenzaban a cerrarse y a tener escalafones; no se podía entrar a trabajar en ninguna fábrica sin pertenecer a una sociedad, y para ingresar en ésta había que someterse a su reglamento y pagar además una gabela.

Tales procederes constituían para los anarquistas la expresión más repugnante del autoritarismo.

Casi todos los anarquistas eran escritores y llevaban camino de metafísicos; en cambio, entre los socialistas, abundaban los oradores. A los anarquistas les entusiasmaba la cuestión ética, las discusiones acerca de la moral y del amor libre; en cambio, a los socialistas les encantaba perorar en el local de la Sociedad, constituir pequeños congresos, intrigar y votar. Eran, sin duda, más prácticos. Los anarquistas, en general, tenían más generosidad y más orgullo; y se creían todos apóstoles, hombres superiores. Se figuraban muchas veces que con cambiar el nombre de las cosas cambiaba también su esencia. Para la mayoría era evidente que desde el momento en que uno se declaraba anarquista, ya discurría mejor, y que en el acto de ponerse esta etiqueta cogía uno sus defectos, sus malas pasiones, sus vilezas todas y las arrojaba fuera como quien echa la ropa sucia a la colada.

De buenas intenciones y de buenos instintos, excepto los impulsivos y los degenerados, hubiesen podido ser, con otra cultura, personas útiles; pero tenían todos ellos un vicio que les imposibilitaba para vivir tranquilamente en su medio social: la vanidad. Era la vanidad vidriosa del jacobino, más fuerte cuanto más disfrazada, que no acepta la menor duda, que quiere medirlo todo con compás, que cree que su lógica es la única lógica posible.

En general, todos ellos, por el sobrecargo que representaba la lectura y las discusiones después de un trabajo fuerte y fatigador, por el abuso que hacían del café, estaban en excitación constante, que aumentaba o remitía como la fiebre. Unos días se notaba en ellos la fatiga y la desilusión; otros, en cambio, el entusiasmo se comunicaba y había una verdadera borrachera de hablar y de pensar.

Los dos partidos obreros, con sus hombres, representaban en la clase proletaria los partidos burgueses: el socialismo, el conservador oportunista, prudente; el anarquismo, el paralelo al republicano, con las tendencias levantiscas de los partidos radicales.

La diferencia entre estos partidos y las agrupaciones de la burguesía, estaba, más que en las ideas, en los hombres. Ambos partidos obreros tenían la seguridad de no llegar nunca al poder; en sus filas se alistaban hombres exaltados o creyentes, a lo más, algunos interesados; pero no ambiciosillos de dinero o de gloria como en las oligarquías burguesas. Les daba sobre éstas una gran superioridad a los dos partidos obreros su internacionalismo, que hacía que buscasen sus hombres tipos, sus modelos, más bien fuera que dentro de España. La táctica de la adulación, del servilismo, empleada para escalar puestos en las oligarquías burguesas, liberales, conservadoras o republicanas, no servía para nada entre socialistas y anarquistas.

Pío Baroja, Aurora roja

2 comentarios:

  1. Caramba, Luis, en época preelectoral es todo un alegato en favor de la abstención... Parece que no pasa el tiempo, pero ahora la lucha no está entre escritores y oradores, y menos aún entre anarquistas y socialistas, sino entre estos, si acaso pueden ser llamados socialistas, y los marxistas-leninistas(o empanadillas de móstoles, tanto monta...) de Podemos.

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  2. Bueno, el comentario se me fue al carajo sin saber por qué. Decía que el narrador nos endilga en medio de la novela un fino análisis del fin de una época. Más adelante vendrían nuevas formas, pero cabe la duda de si la materia prima no es siempre la misma.

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