miércoles, 25 de marzo de 2015

Austerlitz y las orillas del tiempo

Austerlitz, como era su costumbre siempre, hizo algunas fotos, algunas de las rosas de estuco blancas como la nieve del friso de flores que recorría el techo, y otras, a través de los vidrios emplomados, del panorama de la ciudad que, más allá de los terrenos del parque, se extendía hacia el norte y el noroeste, y comenzó, mientras todavía manejaba la cámara, una larga disquisición sobre el tiempo, de la que recuerdo claramente muchas cosas. El tiempo, eso dijo Austerlitz en el observatorio de Greenwich, era con gran diferencia la más artificial de todas nuestras invenciones y, al estar vinculada a planetas que giraban sobre su eje, no menos arbitraria de lo que sería, por ejemplo, un cálculo que partiera del crecimiento de los árboles o de lo que tarda en desintegrarse una piedra caliza, prescindiendo de que el día solar por el que nos regimos no es una medida exacta, por lo que, para calcular el tiempo, tuvimos que idear un sol semiimaginario, cuya velocidad de movimiento no varía y que en su órbita no se inclina hacia el Ecuador. Si Newton pensaba, dijo Austerlitz señalando por la ventana hacia abajo, a la curva de agua, deslumbrante al último reflejo del día, que rodea la llamada isla de los Perros, si Newton creía realmente que el tiempo era un río como el Támesis, ¿dónde estaba el nacimiento y en qué mar desembocaba finalmente? Todo río, como sabemos, está necesariamente limitado a ambos lados. Visto así, ¿cuáles serían las orillas del tiempo? ¿Cómo serían sus cualidades específicas, parecidas por ejemplo a las del agua, que es fluida, bastante pesada y transparente? ¿De qué forma se diferenciaban las cosas sumergidas en el tiempo de las que el tiempo no rozaba? ¿Por qué se indicaban en un mismo círculo las horas de luz y de oscuridad? ¿Por qué estaba el tiempo eternamente inmóvil en un lugar y se disipaba y precipitaba en otro? ¿No se podría decir, dijo Austerlitz, que el tiempo, a través de los siglos y milenios, no ha estado sincronizado consigo mismo? Al fin y al cabo, no hace tanto tiempo que comenzó a extenderse por todas partes. ¿Y no se rige hasta hoy la vida humana en muchos lugares de la Tierra no tanto por el tiempo como por las condiciones atmosféricas, y de esa forma, por una magnitud no cuantificable, que no conoce la regularidad lineal, no progresa constantemente sino que se mueve en remolino, está determinada por estancamientos e irrupciones, vuelve continuamente en distintas formas y se desarrolla en no se sabe qué dirección? Estar fuera del tiempo, dijo Austerlitz, que para las zonas atrasadas y olvidadas de nuestro propio país era posible hasta hace poco, casi lo mismo que en los continentes por descubrir de ultramar, sigue siendo hoy posible como antes, incluso en una metrópolis regida por el tiempo como es Londres. Efectivamente, los muertos estaban fuera del tiempo, los moribundos y los muchos enfermos que están en su casa o en los hospitales, y no sólo ellos, bastaba cierto grado de infortunio personal para cortarnos de todo pasado y futuro. Realmente, dijo Austerlitz, nunca he tenido reloj, ni un péndulo, ni un despertador, ni un reloj de bolsillo, ni, mucho menos, un reloj de pulsera. Un reloj me ha parecido siempre algo ridículo, algo esencialmente falaz, quizá porque, por un impulso interior que nunca he comprendido, me he opuesto siempre al poder del tiempo, excluyéndome de la llamada actualidad, con la esperanza, como hoy pienso, dijo Austerlitz, de que el tiempo no pasara, no haya pasado, de forma que podría correr tras él, de que todo fuera como antes o, mejor dicho, de que todos los momentos de tiempo coexistieran simultáneamente, o más bien de que nada de lo que la historia cuenta fuera cierto, lo sucedido no hubiera sucedido aún, sino que sucederá sólo en el momento en que pensemos en ello, lo que, naturalmente, abre por otra parte la desoladora perspectiva de una miseria continua y un dolor que nunca cese…

W. G. SEBALD, Austerlitz
Traducción de Miguel Sáenz
Barcelona: Anagrama, 2002

miércoles, 4 de marzo de 2015

“Vida y destino”: así comienza el capítulo…

66

Maria Ivánovna sirvió el té. Ahora hablaban de literatura.

—Dostoyevski ha caído en el olvido —observó Madiárov—. Las editoriales no lo reeditan y las bibliotecas no lo dejan en préstamo así como así.

—Porque es un reaccionario —sentenció Shtrum.

—Es cierto. No debería haber escrito Los demonios —aprobó Sokolov.

—¿Está seguro, Piotr Lavréntievich, de que no debería haber escrito Los demonios? —preguntó Shtrum—. Más bien es Diario de un escritor lo que no debería haber escrito.

—No se puede podar a los genios —dijo Madiárov—. Dostoyevski sencillamente no encaja con nuestra ideología. No es como Mayakovski, al que Stalin definió como el mejor y más dotado de nuestros poetas… Mayakovski es el Estado personificado, hecho emoción, mientras que Dostoyevski, incluso en su culto al Estado, es la misma humanidad.

—Si así lo cree —intervino Sokolov—, nada de la literatura del siglo XIX tiene cabida en nuestra ideología.

—¡Ni mucho menos! —discrepó Madiárov—. ¿Qué hay de Tolstói? Él poetizó la idea de la guerra del pueblo, y el Estado ahora se ha puesto al frente de la justa guerra del pueblo. Como ha dicho Ajmet Usmánovich, cuando las ideas coinciden con los intereses del Estado aparece la alfombra voladora: se habla de Tolstói por la radio, en las veladas de lectura, sus obras se editan; incluso nuestros jefes lo citan.

—Con Chéjov no ha habido ningún obstáculo. Fue reconocido tanto en su época como en la nuestra.

—¡Qué despropósito! —exclamó Madiárov golpeando las palmas de las manos contra la mesa—. Chéjov ha sido admitido por un malentendido...

VASILI GROSSMAN, Vida y destino
Traducción de Marta-Ingrid Rebón Rodríguez